Licenciado en Humanidades, Ander Mayora (Éibar, Guipúzcoa, 1978) ha vivido en Mozambique y Londres, y actualmente reside en San Sebastián. Forma parte de la que algunos han llamado la "escuela vasca" aforística, en la cual se incluyen también Aitor Francos o Karlos Linazaroso y, en una generación anterior, Ramón Eder y Karmelo C. Iribarren. Tras su sorprendente -por lo serio y profundo- primer libro de aforismos, La clemencia del tiempo (Los Papeles del Sitio, 2015), este año ha publicado El Páramo (Trea, 2018), donde confirma y aquilata las promesas allí intuidas. Los textos inéditos que publicamos han sido seleccionados especialmente para la ocasión por el autor, a quien agradecemos la generosa deferencia
Foto de Adrian Limani |
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El árbol de la vida.- Desde hace ya un tiempo he sustituido la noche por la mañana, porque ahora prefiero la frescura matutina que sobreviene con el pan del día debajo del brazo. Antes amanecía sobre mi cabeza, sin percatarme de que había pasado la noche y las luces de la discoteca y de la droga retumbaban en la bóveda vacía de mi cabeza juvenil. Ahora no. Ahora me despierto y veo que ha amanecido y salgo a la calle con la ropa limpia y sin peinar, y doy una pequeña vuelta a la manzana, con los pájaros sobrevolando los parques y las antenas de televisión, mientras abren los comercios con el desgarro de las persianas y las nubes oscilan preñadas de una nueva luz. Ahora veo a los jóvenes regresar a casa con las zapatillas y los ojos renegridos, y me sonrío porque entiendo y entenderé siempre esa incandescencia, sobre todo la de aquellos que se han amado y han acabado en una habitación prestada o en el asiento trasero de un coche. Es memorable, sí, esa incandescencia, y memorable es también el piar de estos pájaros a la luz que prende las nubes y mi piel y mis sentidos; memorable, sí, cuando ya no pueda siquiera levantarme y espere la muerte en una habitación rodeado de los míos… Ahora vuelvo a casa junto a una mujer y un niño, y prepararemos tostadas y zumo de naranja.
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Hombres buenos.- Yo querría escribir un poema sobre Epicuro, pero no sería justo dejar fuera a otros benefactores de la humanidad como Buda, o Lao zi, o Jesús, aunque quizá un poema con todos ellos sería largo, muy, muy largo… Pero podríamos probar. ¿Y Mahoma? dirás, por incluir a aquellos que tocan todas las ramas del firmamento. Uff, Mahoma es complicado. No sé si llamarlo benefactor, pues me lo imagino siempre a caballo con una espada en la mano. Puedes llamarlo prejuicio, si quieres, o simple ignorancia. Tengo un Corán en casa y lo ojeo de vez en cuando, y está bien, es hermoso, lo que sucede es que lo veo más como un caudillo iluminado que como un sabio desnudo armado sólo con sus palabras. Sí, me gustaría escribir un poema sobre Epicuro, pero más me gustaría tomar unas copas con él. No sé si aceptaría, porque el hombre se alimentaba sólo de pan y agua, y se pasaba el día recostado o escribiendo, contemplando la vida con los ojos de un hombre verdadero. Pero estaría bien que aceptase. Tomar unas copas en tumbonas a la sombra de las palmeras y, en un momento dado, cuando la conversación se animase, invitar también a Buda, Lao zi, Jesús, Zhuang zi, Epicteto, Moisés, Nagarjuna… todos. Beber sonrientes en animada conversación, como buenos amigos; y llegado otro momento, pegarle un toque a Mahoma, qué cojones, invitarlo a venir y ofrecerle un trago; calmarlo, bajarlo del caballo, quitarle la espada, sentarlo en la tumbona y darle algo de beber. Reír todos juntos por una alegre humanidad.
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De la enfermedad.- El desayuno, dicen, es el almuerzo más importante del día: sin él, nuestros pasos a lo largo de la jornada serán torpes y pesados, incapaces de llevar a cabo lo que la vida nos impone (aun siendo nosotros la vida misma). Pero yo conozco personas que jamás han desayunado. Que renuncian a llevarse algo a la boca nada más levantarse: a media mañana, acuden al bar y se toman un pincho, una caña y un carajillo. Y listo. Son sabios, lo sé. Y son sabios porque violentan el estómago con el ayuno para después colmarlo con un buen almuerzo, pleno de vida y nutrientes, materia y llamarada. Y el estómago lo agradece con la sonrisa de la carne henchida. Otros se toman un té sin azúcar y una tostada integral sin gluten con una pasta roja e insípida por encima a la que llaman shintuki, como si estuvieran convalecientes de alguna enfermedad. Y sí, están enfermos. Y su enfermedad consiste en creerse enfermos y así cuidarse para no caer más enfermos. Es la triste rueda de la cobardía. Y son esa reticencia, esa prevención, ese apocamiento, su verdadera enfermedad.