El libro como altar portátil


José Luis Trullo.- Para un ciudadano del siglo XXI, el libro impreso está perdiendo a gran velocidad el aura que le ha venido acompañando desde que, con la invención de la imprenta (y con todas las salvedades que se quieran), pasó a estar al alcance de cualquiera como modo de acceso a la cultura y el saber legado por nuestros antepasados. La irrupción de internet como nuevo canal de comunicación universal (y casi único) lo está desplazando a una velocidad de vértigo hacia un papel testimonial y, quién sabe si en pocos años, residual. Buena prueba de ello es la ingente cantidad de volúmenes –muchos de ellos, de no poco valor- que acaban todos los días en los contenedores de papel, camino de las plantas de reciclaje; yo mismo he rescatado de las calles enciclopedias, diccionarios, guías y títulos clásicos que, por docenas, abandonan sus dueños a su suerte, despreciándolos por pesados y caducos.

Probablemente, en muy poco tiempo nos resultará incomprensible que a alguien, en algún momento, un libro llegase a constituir un objeto valioso en sí mismo, ya no como mero soporte material de un contenido intelectual o espiritual, sino incluso como una obra de arte digna de ser atesorada e incluso legada a los hijos. Contra los agoreros, no creo que el libro llegue nunca a desaparecer; buena prueba de ello son los altos precios que alcanzan en las subastas los manuscritos de otras épocas, así como el creciente interés que, entre artistas y coleccionistas, obtienen los llamados “libros de artista”, los cuales –por su carácter único e irrepetible– captan nuestra atención en un mundo donde la reproductibilidad amenaza con borrar cualquier resto de singularidad. Lo que sí se ha perdido ya, y quizás para siempre, es la convicción popular de que “todo está en los libros”, y que poseer una biblioteca personal lo más amplia posible es la mejor manera de mejorar nuestras propias vidas y la de quienes nos rodean. Yo mismo crecí en una familia donde la adquisición de una enciclopedia se veía como un pasaporte para la mejora educativa de los hijos. Incluso, durante un breve período de tiempo, tuve el honor de ser representante comercial de la Enciclopedia Británica en España, pocos años antes de que esta referencia del saber universal dejara de publicarse en papel.

Que la nuestra sea una época que le ha dado la espalda a los libros (a despecho de que, gracias a la impresión digital bajo demanda, hoy se publican más títulos que nunca: en España, más de ¡80.000! cada año) acrecienta nuestro estupor ante lo que significaron, en términos no sólo de conocimiento, sino ante todo vivenciales, para las personas de otros tiempos. Pasma saber que, para ellas, poseer un libro, aunque se tratase de un humilde devocionario en el que se recogieran las oraciones que se debían entonar todos los días, lejos de significar una práctica mundana, incluso banal, se revestía de una auténtica dimensión mística, trascendente. Es por ello que, en cierta ocasión, he llegado a hablar del libro como altar portátil. Y es que el libro, como éste, guarda lo sagrado en su interior, y sólo se abre para una única persona; como él, también, tiene el tamaño adecuado para acompañar a su propietario y brindarle, cual filacteria, la conciencia íntima de una pertenencia trascendente. Estamos hablando, por supuesto, no de un libro cualquiera, ni de una lectura como mero pasatiempo, sino de esa experiencia (cada día, más rara) por la cual un sujeto entra en comunicación con otro a través de unos signos impresos, y ambos con el infinito gracias a ellos.


Libro-altar de Felipe el Bueno

En este punto es donde la comunión entre el libro y el altar portátil se hace más evidente. La experiencia de la lectura tiene mucho de oración, y ésta de recitado volátil, aéreo y sublime de un texto invisible. Si pudiera ilustrar con una sola estampa la idea a la que le vengo dando vueltas, plasmaría la de una llama emanando de una urna oscura. En su interior, este cofre o arca asume la relevancia de un agujero negro en el cual, oh paradoja, bebe la luz. Como un espejo invertido, absorbe todo lo que se le da y devuelve, estilizada, una voz filtrada y evanescente. Se diría que, en esta lectura-oración del libro-altar, el sentido se transustancia y todo recobra un volumen que el roce diario con las aristas de la vida había acabado por limar. (De ahí que personalmente me horroricen las lecturas públicas, los rapsodas y esa miríada de actos culturales que nada tienen de cultuales, sino en cierto modo de profanación de la ceremonia solitaria que implica toda lectura-escritura).

Vuelvo, pues, al altar como epítome del libro, y el libro del altar: en ambos espacios cerrados en el espacio y abiertos al tiempo, puede el sujeto cobrar constancia de su auténtica vocación orientada hacia lo indeterminado. Mientras que el tráfago cotidiano con nuestros convecinos parece empeñarse en tirar de nosotros hacia abajo, la lectura como oración nos eleva y nos desplaza para, por fin, brindarnos un lugar en el que ser plenamente, sin concesiones mezquinas que acaban con nosotros por los suelos. En estos tiempos de pantallas parpadeantes, el libro brinda el último refugio para unos ojos sometidos a un continuo asalto sensual y emocional. El día en que sus cubiertas se nieguen a franquearnos el paso, o nosotros le demos definitivamente la espalda, no habrá concluido únicamente una etapa en los modos de difusión cultural, sino toda una forma de ser y estar en el mundo. Y me temo que la que le suceda no será precisamente mejor... .

(Fragmento de Un altar entre las manos. Los libros de horas (s. XIV-XVI), de próxima publicación por Libros al Albur).