
Pero para hacerlo el poeta no es ya ese ser inocente, virginal, del Romanticismo, cuya palabra asume la misma tarea de los dioses ausentes: encontrar aquella capaz de reunir lo disperso, juntar al hombre con la naturaleza, aunar al sujeto con el objeto, descuartizados por la filosofía idealista, separados por la mente raciocinante. Ahora se trata de un ser bien consciente de su contexto histórico y de sus vaivenes, de la ruina y el horror a que ha conducido el uso incontrolado de aquella misma razón llevada a los extremos deshumanizadores del delirio onanista; esos mismos que llevaron a entronizar la Raza o el Proletariado en el lugar del dios ausente, y a erigirse en autorizados portavoces de su palabra salvadora. El poeta ya no puede hablar desde una lógica que ha llevado al desastre, sino desde las ruinas que ha dejado su paso devastador por la tierra. Es con los restos de ese naufragio con lo que tiene que levantar, si es que se puede, el nuevo edificio de la palabra que nos dé sentido, que nos salve. Pero, como pasa con todo edificio, primero hay que catar el terreno, profundizar, excavar los cimientos, para, desde ahí, comenzar a elevar el nuevo. Elevación que en el poeta argentino no es tal, sino constatación del sinsentido de cualquier construcción, pues sus ladrillos y su estructura están basados en la lógica habitual de las palabras, entendidas como mero “medio de expresión”, acostumbradas a funcionar siempre en la oposición y el contraste, o a lo sumo en una síntesis que se proyecta hacia un futuro utópico, y ancladas en un solo, y privilegiado, nivel de realidad, y tomando como fundamento epistemológico la lógica binaria de Aristóteles. De modo que esta es la nueva e ingente tarea del poeta: hallar, si es posible, una nueva palabra fundante, original, un nuevo modo de acercarse a la Realidad; tarea a la cual, como nuevo sacerdote, consagró por entero su vida y su obra hasta poco antes de su muerte.
Es posible trazar algunos paralelismos entre el pensamiento poético de Roberto Juarroz con diversas formas de discurso no habitual, o en los márgenes del discurso “oficial” que se abren en distintas disciplinas, desde la ciencia de vanguardia, como la física cuántica de partículas de un físico-poeta como Basarab Nicolescu; pasando por el pensamiento de la filósofa española María Zambrano; o la espiritualidad Zen, con la que la poesía juarrociana mantiene sorprendentes concomitancias. Ello nos permite recalcar la importancia de la “transdisciplinariedad”, un concepto-clave que trata de encontrar vínculos entre los distintos saberes humanos, pues a fin de cuentas el hombre es uno, aunque su pensamiento y su visión del mundo se hayan fragmentado, por mor de un pensamiento binario, basado en el contraste y la contradicción aparentemente insalvables. Compromiso ético de hallar puntos de unión, suturas, a partir de los cuales tratar de superar la desubicación actual del hombre, que, heredero de la visión moderna, ha escindido al Sujeto cognoscente del Objeto conocido, dando lugar, como decimos, a esa visión parcial, por fragmentada, del mundo. Y todo ello teniendo como trasfondo la “Philosophia Perennis”, que, como un río subterráneo que a veces aflora a superficie, recorre la historia entera, acervo espiritual y archivo general de la humanidad, y que se manifiesta, cuando se ahonda lo suficiente, en las distintas disciplinas que estudian el hombre y la Realidad de forma global, no escindida, y al que habremos de volver para superar la actual crisis existencial y de valores en que nos encontramos.
(Este texto forma parte del libro del autor El lenguaje de la transdiciplinariedad, que publicará próximamente Libros al Albur)