El dudoso valor del éxito
José Biedma López.- Emilio López Medina, además de otras facetas en su quehacer filosófico y literario, como la de dramaturgo y metafísico (en el sentido aristotélico del término), se ha dedicado al aforismo con singular tesón, con voz propia y sobresaliente agudeza de ingenio.
Este último libro reúne un generoso florilegio sobre La Ambición, que será el segundo de una heptalogía que titula Las Siete Bestias. El primero que saltó bravo, bien que jovial, de entre el traqueteo de la imprenta fue sobre El Dolor (Barcelona, 2011). Ya antes nos había deleitado con su afición al género, gracias a sus Pensamientos del que está de visita (Cadiz, 2000) y a sus Elementos de filosofía prêt-à-porter, donde confesaba su creencia de que el aforismo es la mejor herramienta para transmitir sentido.
¿Cuál es el sentido de un aforismo? ¿Paradoja, ironía (ese duende preguntón tan socrático como andaluz), sarcasmo (sádica fusta nietzscheana), perplejidad moral, horror ante el “fascismo de la naturaleza”? En Emilio, el sentido de su escritura fragmentaria es un poco todo esto, pero también la jocundia amable de la estoica conformidad con el duro destino. Un fatum que no desdeña nuestro margen de libertad condicional, nuestras humanas y tantas veces equivocadas decisiones, las de ese hombre de hoy “que escribe su historia más profunda en los movimientos de una cuenta corriente”.
Me pregunto cuánto de violencia sublimada, de venganza racionalizada, de mentales erecciones, hay en estas lúcidas frasecillas, en estas discretas reflexiones tan bien medidas. Cuánto de confesión purificadora y catártico “quejío”: “Cuanto más alto suben, más valoro mi desprecio”. Y cuánto de perpleja, ascética, conceptista elocuencia, tan apropiada para épocas críticas y confusas.
¿Qué es ese sentido que busca el aforismo filosófico? Tal vez sólo sea un engendro del Entendimiento a propósito o con ocasión de una vivencia emocionalmente intensa. Expresa en todo caso la intención (¡o ambición!) de aprender de esa experiencia, de no tropezar otra vez en la misma piedra. Arte gracianesco de prevención y prudencia…
“La inteligencia con mal carácter consigue de los demás mucho menos que la superficialidad con simpatía”.
“Quien en sí mismo no cree está vencido de antemano”.
“Hay un signo para distinguir a la persona honesta: el amor por lo perfecto”.
“La personalidad social es el preservativo del yo”.
Vemos práctica utilidad en estas perlas teóricas. Al hilo de su fragmentado ensayo sobre el demonio de la ambición (esa pertinaz locura, “resultado de la buena salud”), esa ambición de la sociedad del bienestar y el consumo a la que debemos tantos males como bienes, esta obra contiene una auténtica antropología, una cierta idea –muy cabal a mi juicio– de los humanos, que somos “hijos de Sísifo antes que de Adán” y cuyo sentido común es el sentido de la propiedad, ya que en verdad únicamente el hombre ambiciona ser más de lo que es, y no ser lo que es, y hasta ser lo que no es, esas cosas que compramos y de las que nunca nos hartamos… hasta apropiarse, el hombre, ese mundo lleno de objetos que constituyen su coraza. Granujería, crueldad, ferocidad, necedad… nada humano nos es ajeno, y menos que nada los revolcones que da la vida a quienes mendigan un golpe de suerte porque la tienen mala.
Este libro, como otros suyos, invita a ser consumido en pequeñas dosis, porque da mucho que pensar, al dejar caer su vitriolo sobre los errores del tiempo, esa sustancia más que espacial de que también estamos hechos (el autor de El Espacio como principio constituyente de la realidad me perdone por decir esto). En este “concierto de dientes” que es la vida, en la que “no hay éxito sin injusticia”, en la que, “a la larga, Sancho Panza siempre vence a César”, sólo parecen sobrevivir los más chorizos…
Es cierto, pero a pesar de esta dura denuncia, el libro de Emilio también contiene un último sesgo esperanzador, pues “a pesar de la irracionalidad y la crueldad del mundo en que desarrolla su vida (cuenta al final) el hombre se empeña en captarla y estructurarla en términos de racionalidad y justicia. Así, nos encontramos con que este ser egoísta por principio intenta enmendarle la plana a la propia Naturaleza… Es entonces cuando se hace superior a ella en excelencia (…) ¡Un ser capaz de crear una vacuna y componer el Himno de la Alegría!”.
Nos queda como a Pandora la esperanza, porque a fin de cuentas “es más fácil poner límites a los deseos que a las esperanzas”. No sé, por último, si estimular la suya de tener éxito con sus Siete Bestias pardas, pues Emilio sabe más que nadie de la tristeza del post-éxito, ya que, como dijo Wellington tras vencer a Napoleón: “nada, excepto una batalla perdida, puede ser tan melancólico como una batalla ganada”.
En cualquier caso -y en esto estamos de acuerdo-: “es más noble ser engañado alguna vez que desconfiar siempre”. Aceptar ser engañado por la propia Naturaleza madrastra es amar mucho la vida. También es cierto que si teoría y nobleza se dan la mano –como pensaba Aristóteles–, en eso de dejarse engañar, antes que desconfiar de todos y del Todo, la nobleza resulta entonces poco práctica.
Emilio López Medina, La ambición. Libros al Albur, Sevilla, 2015.