Carlos Yusti.- Enrique Vila-Matas lo incluyó en su inventario peculiar de los escritores del NO, de esos autores que pertenecen a la estirpe de Bartleby (ese curioso personaje creado por Melville, que es copista en una oficina en Londres, quien un buen día sin más, ante la exigencia de copiar un documento responde con una frase firme y lacónica: "Preferiría no hacerlo") y los cuales, por razones no siempre claras, deciden dejar de hacerlo. Siempre se atragantó con el nombre de Octavio Paz y, aparte del arte de la escritura y el silencio, cultivó el de la fotografía con un talento excepcional.
Juan Rulfo fue un escritor extravagante, una rara avis en el panorama literario de Latinoamérica. Mientras otros escritores eran una fuente inagotable de palabras, unos incontrolables polígrafos, escribiendo y publicando libros como salchichas, Juan Rulfo escribe apenas dos libros: uno de cuentos, El llano en llamas (1953) y la novela Pedro Páramo, publicada dos años después. También había escrito por esos años la novela corta El gallo de oro, pero que no se publicó por primera vez hasta el año 1980. Sus dos primeros libros bastaron para convertirlo en un paradigma de la literatura universal, título que ningún polígrafo, con premio Nobel incluido, ha podido arrebatarle. Nunca se le etiquetó de genio de las letras, pero su arte de escritura, su impecable estética fotográfica, lo ubicaron/ubican siempre como un artista sin parangón. Algún escritor hizo la atinada observación de que mientras otros autores florecían hacia afuera y arrojaban ramas hacia el exterior, Rulfo en silencio se limitaba a crecer hacia adentro.
En una entrevista aseguró: "Me llamo Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Me apilaron todos los nombres de mis antepasados paternos y maternos como si fuera el vástago de un racimo de plátano. (…) En la familia Pérez Rulfo nunca hubo mucha paz; todos morían temprano, a la edad de 33 años, y todos eran asesinados por la espalda". Para un escritor hacer silencio (o apartarse de la escritura) es un poco como morir, es como si se disparara por la espalda a sí mismo; sin embargo, Rulfo siempre estuvo bastante vivo y, a pesar de su timidez, concedía entrevistas e incluso algunas veces se dejó ver en una que otra feria del libro. La razones por la cuales no quiso publicar otro libro nunca las aclaró del todo. Otros escritores y críticos aventuraron algunas hipótesis.
El escritor Augusto Monterroso, especie de amigo intermitente, lo retrató como un zorro astuto en una de sus fábulas. Un Zorro escritor publicó un primer libro que tuvo mucho éxito y fue traducido; después, editó un segundo libro mucho mejor que el primero y que fue objeto de estudio por entendidos y profesores de literatura. Pero pasaron los años y el Zorro no quiso publicar de nuevo. Ante la insistencia de críticos y amigos que le exhortaban a publicar otro libro, se deshacía en excusas y con cansancio intentaba esquivar semejante acoso. Su razonamiento interior de astucia era implacable: “En realidad lo que estos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”. Lo cierto es que Rulfo se mantuvo firme y al parecer ni escribió ni publicó nada más en vida, aunque siguió cultivando sin estridencia su pasión por la fotografía (su archivo consta de más de seis mil negativos) con un gran ojo estético.
Hay escritores que no dejan de publicar, pero buscan el anonimato a toda costa, como Salinger o Traven. Otros son autores sin libros, como Joseph Joubert. Algunos se esconden en infinidad de seudónimos, como Rafael Bolívar Coranado, el autor de la letra del Alma llanera. Otros escritores sólo huyen hasta su muerte, como lo hizo el escritor argentino Néstor Sánchez.
Rulfo era tímido, pero siempre dio la cara y su apremio por no publicar/escribir era prolongado e intrigante. En un aparte del libro de Vila-Matas antes mencionado, se aventura esa conjetura de la razones por las cuales Rulfo había decidido no hacerlo. A este respecto, Antonio Tabucchi escribe: “Juan Rulfo, autor de una de las obras maestras de la literatura hispanoamericana, Pedro Páramo, y que después calla durante el resto de la vida, esgrime una de las justificaciones más originales que los escritores del No han pronunciado jamás para justificar su abandono de la escritura: ‘Porque se murió mi tío Celerino, que era quien me contaba las historias’. El episodio es relatado por Augusto Monterroso, al menos según lo que sostiene el personaje de Vila-Matas (y por lo tanto, lo apócrifo está al acecho)”.
Por su parte, Guillermo Sheridan transcribe un relato que el mismo Rulfo le contó sobre un caballo ciego y su dueño que quiere venderlo, pero el comprador le asegura que no se lo compra debido a que el dichoso animal está ciego. El vendedor insiste. Entonces el comprador se monta en el caballo para demostrar la equivocación del no-comprador. Lo espolea y le va dando rienda. Ya en el trote lo desmonta y el caballo sigue hasta que impacta contra una barda y cae al suelo. El dueño se arroja al polvo para auxiliar al caballo. Con tristeza y algo de rencor exclama: “¡Qué ciego va a estar!. Lo que pasa es que a ese caballo ya todo le importa una chingada...”. Sheridan acota: “Me dio risa, pero sobre todo se me hizo un nudo en la garganta, y creo que a Juan también. Mejor optamos por mirar a la ventana. Una vez les conté esto a Gonzalo Rojas y a Julio Scherer. Gonzalo dijo: “¡Qué lindo: el caballo era él!” y se rió, pero a don Julio le pareció tan triste que se le humedecieron los ojos”.
Puede ser que Rulfo, luego de algunos años sin publicar/escribir, fuera ya sólo un caballo ciego digno de conmiseración, pero lo cierto es que no estaba ciego, sino que se encontraba en ese abismo del todo-te-da-igual, de que "todo importa una chingada", ese abismo que es una especie de atónita oscuridad que te lleva a chocar contra esas paredes gelatinosas, amorfas y pegajosas del silencio o la soledad.
Sin duda Rulfo sobrevivió sin escribir gracias a la fotografía. En sus fotografía se hace palpable cierta desolación, se hace visible un silencio que él retrató a la perfección con palabras en un corto fragmento de Pedro Páramo: “Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces”. Personalmente creo que Rulfo fotógrafo es escritor por otros medios. Sus fotos, de una calidad excepcional, muestran ese mundo austero de pueblos que parecen deshabitados, ese sentido opresivo y minimizante de horizontes lejanos y enormes paisajes. En sus fotos puede percibirse una atmósfera barnizada con esa tristeza solar del desamparo.
Rulfo fue un gran lector y sus tesistas (o hagiógrafos) citan hasta la saciedad cierta frase expresada en una entrevista: “Yo quería leer algo diferente, algo que no estaba escrito y no lo encontraba. Desde luego no es porque no exista una inmensa literatura, sino porque para mí sólo existía esa obra inexistente y pensé que tal vez la única forma de leerla era que yo mismo la escribiera. Tú te pones a leer y no hallas lo que buscas. Entonces tienes que inventar tu propio libro”. Rulfo escribió el libro que quería leer y entonces concluyó su búsqueda como lector. Muchos escritores escriben siempre el mismo libro y realizan variaciones eficaces o falaces de ese único libro que llevan en la cabeza. Quizá Rulfo comprendió esto y no quiso escribir variaciones de ese libro colocado en el estante de su alma.
Existe un refrán árabe que con precisión asevera: “No digas nada que no sea más bello que el silencio”. Rulfo amasó durante años su silencio. Lo trabajó como hacen los escultores con el mármol, la piedra o la madera. Lo trasladó a sus fotografías. Y así siguió trabajando su silencio hasta que llegó a ese punto en el cual el silencio se volvió algo impreciso como una luz que todo lo oscurece, pero ya Rulfo estaba en esa orilla donde nada importaba y donde el silencio fue a larga una obra de arte sólida en su fugacidad, una obra de arte que le robó tiempo a su escritura y a su vida.
Escribir es llevar al papel esos ruidos y esas voces que saturan la cabeza del escritor, pero sólo el silencio que se ramifica hacia el interior es capaz de aplacar esas voces y esos ruidos incesantes que espolean insomnios y depresiones. Samuel Beckett también lo entendió algo bastante tarde: el silencio es esa gran obra de arte que está al final de toda escritura, pero Rulfo era un visionario, un adelantado. Aunque hoy ya nada importe y todo se vaya por el desagüe de la chingada.