Rilke: pensar lo hondo


Vicente Javier Llop.- Si concedemos que los pensadores y poetas, por pensar lo más hondo y vivir en los límites de la existencia, han recorrido y abarcado con especial intensidad las secretas vetas que configuran la vida humana, puede ser útil detenerse en una lectura atenta de los textos en que explicitan las confidencias y los comentarios más personales que forman como el envés del tapiz de su creación poética. Si hoy “el hombre interior está dilacerado” (G. Benn), interesa sin duda descifrar la ley de la vida, lo serio de la existencia, lo valioso que encierra todo lo difícil, la necesidad de la soledad… asuntos todos ellos que son el leit motiv de las consideraciones vitales de Rainer Maria Rilke.

Las Cartas a un joven poeta abarcan poco más de cinco años, desde el 17 de febrero de 1903 hasta el 26 de diciembre de 1908, aunque la mayor parte de ellas se escribieron durante los años 1903 y 1904. Sabido es que la cosmovisión de un poeta se encuentra en toda su obra, pero es propio de la esencia de la poesía que “a través de la exposición de una parte específica, aflore todo el conjunto”, como ha señalado W. Falk. Cuando este epistolario fue redactado, Rilke aún no había escrito las dos primeras Elegías, pero ya ha realizado los dos viajes a Rusia (1899-1900), ha escrito el Diario florentino, el Diario de Schmargendorf y el Diario de Worpswede, ha conocido a Rodin en su taller y ha leído las dos conferencias sobre el escultor (1903 y 1907), ha observado detenidamente los cuadros de Cézanne en el Salon d’Automne de París (1907) y enviado sus impresiones a su mujer, Clara. Ha escrito el Libro de Horas, las Historias del buen Dios, La canción de amor y de muerte del alférez Christoph Rilke (1904), ha publicado la segunda edición de El libro de las imágenes, y ha vivido y experimentado en París la dureza de la vida que plasmará en Los apuntes de Malte Laurids Brigge.

Las Cartas pueden ser consideradas un auténtico tratado de formación (Bildung) que, lejos de toda artificiosidad, acomete, en las diez misivas enviadas a F. Xaver Kappus, la tarea de tomarse en serio la vida, de hincar la existencia en lo profundo que constituye y nutre al ser humano. Cuando hoy las aristas del existir son permanentemente limadas, ocultadas y depreciadas, la lectura de este epistolario provoca ese vértigo del que habla la octava carta a propósito de algo que, en la actualidad, tampoco y tan poco queremos oír: “Estamos solos”. Términos centrales en Rilke, como asimismo “lo serio”, “lo difícil”, “la soledad”, “la tristeza”, “el amor”, “la ley interior”, “lo abismal y misterioso”; son ellos precisamente los que delimitan eso que el poeta llama “vida propia”, “nuestro destino”, “probar la vida como individuos”, “maduración y crecimiento”, “acontecer íntimo”…

Una concreta topología que no excluye –como se puede comprender, sí hay evolución y progreso personales– el movimiento, distinguirá dos ámbitos que oponen la superficie a la hondura, la algarabía de una comunidad llena de convenciones y prejuicios a la soledad y el silencio, lo fácil a lo difícil, la inquietud y la ansiedad a la paciencia, la disolución de problemas y obstáculos a su absorción y aclaración. En definitiva, oposición esencial entre florecer y madurar, según los términos que usa el poeta:

     Llenos de delicadeza, nos dejan en paz
     vivir la vida tal como la concebimos,
     no como ellos la entienden. Querían florecer,
     y florecer es ser bellos; pero nosotros queremos madurar,
     y eso significa ser oscuros y esforzarse.

La condición indispensable para acceder a lo hondo reside en nosotros: la soledad. Pero no es sólo una condición; es una característica ontológica de ser humano: “Estamos solos. (…) Eso es todo. (…) somos eso”. En realidad, aquí no hay elección aunque uno se puede engañar de múltiples maneras. Se está tan habituado a considerar la soledad como algo negativo, que no vemos las potencialidades que tiene y buscamos refugio en una “comunidad banal y barata”. Rilke compara la experiencia de esa soledad al vértigo e inseguridad que sentiríamos si alguien, arrancándonos de nuestro cuarto, nos situara en la cima de una montaña: las distancias y medidas se alteran, la percepción de las cosas se modifica, lo difícil, lo duro y lo serio se imponen. Este rasgo ontológico del ser humano es unitario, y es mena (no ganga) valiosísima: “Hay sólo una soledad, y es grande y no es fácil de sobrellevar”. ¿Qué sería una soledad que no tuviera grandeza?, pregunta el poeta a Kappus. Sería una experiencia ajena a la vida, algo de lo que se huye porque no se entiende, el resto de una convivencia perdida o quizá nunca hallada, el poso amargo que dejaría una comunidad ausente. Siempre objeciones a la vida…

La soledad es, en cambio, la atalaya que permite otear “desde lo hondo del mundo propio”, el bastión que ofrece refugio para mirar las cosas “igual que un niño”, “desde la distancia de la propia soledad que es trabajo, rango y oficio”. Estos tres rasgos positivos de la soledad destacan el carácter esforzado y de largo aliento que presenta. Esa soledad es similar a la de la infancia, que ve pasar las cosas sin comprenderlas, y ese “sabio no-comprender” es más fructífero y positivo que “la lucha y el desprecio” contrapuesto a las cosas mezquinas, actitud que contribuye a emponzoñar aquello que se quería evitar. Es mejor una mirada distante y limpia, inocente y extrañada ante lo que (nos) sucede, que un enfrentamiento que alimenta la turbación que provoca. El niño se mantiene alejado (y “abierto”, dirá Rilke en obras posteriores) de preocupaciones y confrontaciones, cercano a la inocencia de la vida que le posee en un presente casi indefinido.


Este texto forma parte del libro del autor Soledad y destino, publicado en formato ebook por Libros al Albur, Sevilla, 2015.


 Soledad y destino