José Luis Trullo.- ¿Qué sentido tiene la literatura? Es decir: ¿qué significado (valor, designio o función) y qué dirección (tendencia o movimiento hacia un punto o zona de atracción de la palabra? No hablo ahora sólo de la ficción, que es una comarca o región mínima del continente literario, ni tampoco de la narración, uno de sus pueblos de montaña. Me estoy refiriendo a la literatura en sentido fuerte: no a sus modos de exposición (teoría de los géneros), de articulación formal (análisis del discurso o investigación estilística) o, menos aún, a su uso social o relevancia histórica (sociología de la recepción, historia de las ideas y de los efectos). No: quiero hablar de la literatura desde el punto de vista de la dialéctica abierta, y nunca resuelta, entre el decir y el no decir, la revelación y la ocultación, el sentido y el absurdo, lo conocido y representado y la magnitud total de lo inefable. Hablo de la literatura como escenario de un conflicto primordial, de una tensión entre las fuerzas que quieren dar la forma, el cuerpo y el verbo a ciertas ideas, problemas y sugestiones, y las resistencias que se oponen a toda ansia de formación. Sin embargo, este escenario debe contener y resistir en su seno la arremetida de los elementos antagónicos que acoge, con el fin de conservaresta tensión en su máxima temperatura, en su punto álgido, como testigo de un pasado y fuente de renovación y perpetuación del lenguaje.
Quizás ya es este uno de los sentidos de la literatura: convertirse en lucha y apaciguamiento, promesa y frustración, deseo y placidez. Tal vez, la literatura es el único espacio donde las contradicciones no se crean ni se destruyen, sino que conviven y se transforman ante nuestros asustados ojos. La literatura es el deseo de nunca acabar.
Pero, para llegar a este espacio indómito y fundacional, no basta con la pluma, la máquina de escribir o el ordenador personal; tampoco nos asegura el acceso a él una imaginación desgarrada, una habilidad técnica o un cierto compromiso con la tradición consolidada. No: para abarcar la raíz de la palabra y beber de las aguas de la inspiración original hay que dar un paso más allá. Pero... ¿hacia dónde? Si fuera hacia un lugar conocido, no lo acometeríamos, porque entonces renunciaríamos a la doble tarea -reveladora y demiúrgica- de la palabra literaria. Así pues, para poder responder al reto esencial que nos plantea la literatura, hay que hacer un esfuerzo superior, tal vez supremo e, incluso, radicalmente imposible.
Y es que la palabra literaria, para conceder sus favores (al autor, pero también al lector, pues, en este nivel del análisis, la escritura y la lectura son dos caras de un mismo proceso de fundación del sentido), pide al hombre, ante todo, oscurecerse a sí mismo, o mejor dicho, anegarse en la inmensidad de la palabra aún no pronunciada (como verbo que funda). Para que pueda hablar la lengua de los orígenes, es necesario que calle el verbo vigente. Así, la búsqueda de la expresión creadora, la enunciación inocente de los primeros días, nos pide ante todo iniciar una especie de viaje al fondo de la noche, una desposesión y un sacrificio de las seguridades de la jerga de la tribu. La literatura esencial exige, para convertirse en lo que ella ya es pero nosotros aún no sabemos, un proceso de epojé (suspensión), de puesta entre paréntesis de los continentes topografiados para atisbar la inmensidad de una tierra desconocida.
Ante todo, suspensión de la relación unívoca entre signo y referente (porque sólo así podremos reencontrar el gusto del habla, que es donación gratuita y relación de lo que vive separado), pero suspensión también de las garantías con las que el tedio del uso y la inercia de la costumbre han acabado por gastar un instrumento que debía arrojar luz sobre las cosas, no esconderlas tras el automatismo de las identificaciones. De este modo, despojado de las ataduras que lo aíslan del mundo, nuevamente confundido con él, el hombre puede reivindicar la palabra como linterna mágica o espejo encantado donde los objetos, las emociones y los sentimientos, vuelven a hablar (tal como, en L'enfant et les sortileges, Maurice Ravel daba voz a los juguetes y otros enseres para demostrarle al niño travieso que la realidad no es nuestra, sino nosotros suyos, y el lenguaje es el contrato que nos ofrece en propiedad).
RILKE: PENSAR LO HONDO
EL KIERKEGAARD MÁS BREVE
Contrario a los sistemas filosóficos establecidos en su época, principalmente el de Hegel, Kierkegaard pensaba que la razón que pretendían imponer perjudicaba a la creatividad y singularidad de la persona, por lo que optó por pronunciarse en sentido opuesto, enfrentándose a la dificultad y manteniendo vivo el espíritu a través de la ironía. Conocido como el «Sócrates del Norte», se servía de ésta, al igual que el filósofo de la antigua Grecia, como un arma contra el todo normativismo. Se acaba de publicar una nueva traducción de Diapsálmata donde podemos disfrutar del Kierkegaard más breve en unas páginas llenas de encanto y humor. LEER MÁS
LOS TRANQUILOS DIARIOS DE HANDKE
El escritor Peter Handke, reconocido propietario de una prosa esencialista que algunos han calificado de alambicada, es también un valioso autor de diarios. Dos libros son el testimonio: El peso del mundo (1979) y la Historia del lápiz (1982). Se trata de textos en propiedad infinitos, pues su responsable reconoce que "no pueden tener final". Escritos simultáneamente a los hechos narrados, son el "reportaje en directo de una conciencia": incluso podríamos decir que son los únicos libros de la historia literaria que no existen antes ni después de ellos mismos, y el hecho de que los podamos leer no es más que la confirmación de esta idea extraña, casi monstruosa. LEER MÁS