La última metamorfosis de Oscar Wilde


José Luis Trullo.- La carta que Oscar Wilde le escribe a Alfred Douglas desde la cárcel de Reading es más un breviario de espiritualidad más que una confesión, un sudario o una premonición biográfica. Aquí nos importa ahora su naturaleza de refutación de un equívoco, de patada a la superfluidad de cierto decadentismo de escaparate, más que su incidencia como punto de inflexión de un mito literario (y, como tal, condenado a la pequeñez de los manuales y de los fieles). El De profundis es un hito por lo que tiene de desafío de la tradición balsámica del arte: es, ante todo, un evangelio profano.

La voz que nos habla es la de un prisionero. Pero no se trata de un preso común, de un desviado social, sino de un alma ligera que ha provocado su propia caída, la ha deseado, como llevado por un destino fatal y, al mismo tiempo, salvífico. Es cierto que el curso de los acontecimientos (la denuncia por corrupción moral del padre de Lord Douglas, y la posterior del propio Wilde por difamación, con los consejos desatendidos de los peligros que de ello se derivaban) invita a interpretar este episodio como un tour de force del escritor orgulloso, pagado de sí mismo, con una actitud permanente de provocador inteligente y de inmoralista. Sin embargo, el De profundis nos invita a entender la realidad de los hechos como la ilustración de un proceso de purificación, y no al revés: es decir, y a diferencia de la palinodia del accidentado, la voz no trata de justificarse a posteriori de una serie de choques y sacudidas involuntarios, al contrario, bebe hasta el fondo de la copa de la infamia y el dolor para asumir la experiencia radical que esconde.

Que la existencia de la voz antes de Reading fuera fácil, rosada y volátil, forma parte del itinerario casi iniciático que le espera en una curva del camino. Que aquel que, antes de la caída, había escrito que el placer no es un medio sino un objetivo en sí mismo, sea capaz de ir en busca de su perdición, de su ruina personal, tiene un valor añadido, un plus espiritual que sólo puede revelar la lectura directa y desinhibida del texto.

Wilde inicia su carta con una letanía de verdades que, en boca del evangelista de la despreocupación y el gay saber, resuena como un golpe de tambor en nuestros cerebros. ¿Como permanecer indiferentes ante el exergo con el que comienza la recitación de sus males, el relato de su caída? "A nosotros, los que vivimos en prisión, el sufrir -por muy extraño que esto pueda parecer- es el objeto por el cual existimos, pues es el único que nos permite tener conciencia de vivir y el recuerdo de nuestros sufrimientos pasados nos es indispensable, como garantía y demostración de nuestra permanente identidad ".

¿El sufrir es, para el pájaro del placer, una garantía de identidad, el referente que permite tener conciencia de la vida? ¿Cómo es posible? Tal aseveración nos obliga a dar un paso atrás y taparnos los ojos como si estuviéramos ante una verdad demasiado salvaje, de un desafío casi inhumano, porque significa dejar de lado nuestra empeño por la conservación, la seguridad , la satisfacción de los deseos, para enfrentarnos con la carencia, el límite, la humillación. Sin embargo, nada de quejarse: al contrario, hay que asumir este reto como la posibilidad (tal vez la primera en el transcurso de una existencia fácil y, por eso mismo, vulnerable, precaria) de asumir los estigmas de la carne, la debilidad del espíritu, el radical despojamiento del hombre en el mundo. "Tengo que aceptar todo lo que se me ha hecho, convertirlo en parte de mí mismo, tengo que aceptarlo sin quejarme, ni resistencia, ni temor".

Quejarse es apelar a una instancia exterior a uno mismo (Dios o sus suplantaciones: el Padre, el Estado, la Policía, los Otros) para librarse de una responsabilidad extrema, casi radical, de la que depende toda nuestra dignidad, incluso nuestra propia supervivencia como sujetos libres, autónomos y, por tanto, angustiados. "El quejarse de la propia experiencia es impedir su desarrollo, el negar la propia experiencia es como sellar con una mentira los labios de la propia vida".

Quien practica el gran rechazo del que hablaba Kavafis, se condena a sí mismo a verse materialmente avasallado por su propio NO, por su incapacidad de asumir los errores, las dudas, el desamparo esencial de la vida propia. Por ello, y paradójicamente, el grado máximo de la libertad no pasa por aislarse de los peligros (salvarse no es enterrarse), sino salir a encontrarlos, incluso provocar su llegada, pues así tal vez se realizará nuestro destino. "Ser completamente libre y encontrarse, al mismo tiempo, sujeto al dominio de la ley: es esta la eterna paradoja de la vida humana".

La libertad es siempre la libertad de condenarse, no de salvarse. Protegerse, asegurarse, nos liga al reino natural, el cual aspira siempre a la perpetuación; pero buscar la desgracia, invitarla a llegar, este es el único derecho inalienable del hombre, la manifestación suprema de su especificidad. Que la oportunidad de realizar este destino venga de manos de un ser insignificante, de una pasión o de un capricho, es condición sine quae non para la realización del gesto soberano de la decisión; escoger la aniquilación en nombre de un ideal (la Patria, la Posteridad o cualquier otro de esos conceptos espurios que consuelan a los espíritus encogidos) camufla el sentido profundo de la pérdida, el cual no es otro que volver al grado cero de la indeterminación esencial, de la inhumanidad de la tierra deshabitada. Nos hemos de perder, pues, por algo que no lo merezca: por un Alfred Douglas, por ejemplo. "A veces creo que tú mismo has sido un espantapájaros, movido por una mano invisible, a fin de llevar cosas terribles hasta un final que lo era menos".

Las herramientas del destino nos buscan porque las necesitamos. Vienen porque antes nosotros las hemos llamado: para poder abrirnos al tiempo de la pérdida y hallar el auténtico sentido de la existencia. De ahí la paradoja de que lo más elevado (el cumplimiento de una vocación esencial) venga de la mano de lo más bajo (un accidente, un error, un capricho). "Ninguna degeneración corporal debo dejar de intentar que no se convierta en un ascenso espiritual".

En el ejercicio de la responsabilidad, ser libre y simultáneamente encontrarse sujeto a la ley de la fatalidad será, pues, no una antinomia -como creía Kant- sino una, sino tal vez la única, verdad de la existencia: libertad, no de salvarse, sino de caer; designio fatal de remontar el vuelo al tocar tierra.  La única condición de esta iniciación existencial es la de haber sido capaz de volver del viaje a los infiernos y poderlo explicar. La exigencia de la regeneración moral de la vida es, por qué no decirlo de una vez, la humildad. "La humildad es la única que lleva en sí misma el germen de la vida, de una nueva vida".

La humildad es el reconocimiento de los límites del hombre, de su orfandad fundamental y, al mismo tiempo, la consumación de su soberanía. El hombre humilde es el hombre resucitado, el cual ha llevado su pasión por los extremos hasta transformarla en semilla de resistencia; ha impelido su vocación por la derrota y la indigencia, hasta el punto de ebullición donde deviene clave de bóveda de una nueva dimensión de la experiencia. "La humildad es lo último y mejor que me queda, el término más lejano que he podido alcanzar, el punto de partida de una nueva evolución".

Este es el valor -inmenso- del testamento vital que nos legó Oscar Wilde en su De profundis: una propuesta de renovación espiritual extrema, radical, de la mano de un hombre que conoció el valor del placer y la belleza para la vida, pero que supo asumir la metamorfosis (la última y definitiva) que implican el dolor y la pérdida para alcanzar un nuevo estado personal, más pleno y verdadero, conciliado al fin.


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