La autora no ha necesitado de una obra voluminosa de páginas y de erudiciones para tejer una urdimbre compleja en torno a unos personajes que desde el principio se nos antojan tan cercanos como nosotros mismos, logrando una especial amalgama entre la realidad y la locura y arrastrándonos inevitablemente en el torbellino de la existencia del protagonista, marcada por la esquizofrenia, pero también por el anhelo de buscar un motivo que justifique y dé sentido a su azarosa y atormentada vida.
El protagonista de Relojes muertos aborda con inquietud, pero también con ilusión, su vuelta al mundo real, pero quizá el único mundo real en el que él puede desenvolverse es aquel que ha dejado atrás, el mundo del hospital en el que ha estado internado. Afuera, en el mundo de los mal llamados seres cuerdos, nada va a ser real para él porque el protagonista no puede interpretar correctamente esa realidad que el mundo le ofrece. Él necesita revivir su pasado, pero la vida le niega toda posibilidad: sólo puede rememorarlo, como cuando piensa en Sara, aquella mujer que desapareció, según le cuentan los maliciosos, el mismo día en que él fue ingresado en el hospital, con las manos manchadas de sangre; Sara, cuya vida conocía y vivía junto a ella en su perturbada imaginación a través de los itinerarios que le sugerían los movimientos de su cuenta bancaria, que él rastreaba incansablemente; pero ahora Sara ha desaparecido y no puede encontrar su rastro ni en las páginas de sucesos ni en las esquelas que se afana minuciosamente en desentrañar, por si alguna de ellas contuviera alguna clave que sólo él, en su delirio, pudiese advertir.
Ni siquiera el amor de Ángela, a la que conoció en el hospital, va a poder proporcionarle una vida real que lo libere de los recuerdos de su vida pasada, porque lo que verdaderamente quiere el protagonista es poner en el rostro de Ángela el rostro de otras muchas mujeres, las mujeres de su vida pasada, reales o ficticias, y hacerle los mismos regalos que soñó hacerles a alguna de aquellas mujeres, como aquel que tenía especialmente reservado a Sara, ese baúl que dejó pagado y que nunca retiró de aquella tienda que ya no recuerda, y que ahora tiene que localizar en un dédalo de calles acompañado de Sara, porque él sigue viendo a Sara, paseando con Sara, comiendo con Sara, y cuando localiza la tienda el baúl presenta una fisura que después se irá agrandando y extendiéndose progresivamente a todo su ser, a su propia vida, a la vida de Ángela y a cuanto lo rodea, y que amenaza inevitablemente con engullirlo.
El tiempo del protagonista es el tiempo de los relojes muertos que pueblan la novela. Un tiempo parado que no puede conducirnos a futuro alguno, ni devolvernos al pasado, pero al que esperamos con la vista clavada en unas manecillas que ya jamás se pondrán en marcha para medir unas vidas que nunca volverán a ser nuevas, sino una repetición de aquellas otras que en realidad no hemos abandonado, porque nos tendrán sujetos a ellas de por vida. Los personajes que pueblan la novela de Eva Medina nos asustan y a la vez nos enternecen, porque se aferran con uñas y dientes a aquello que amaron y que su locura no ha podido borrar, o, por mejor decir, no se ha borrado de sus corazones porque su locura los amarra a ese tiempo que ya no miden los relojes averiados de la realidad. Su existencia consiste en una búsqueda de sucedáneos que les permitan seguir disfrutando del tiempo pasado, de ese tiempo detenido en las manecillas del reloj de sus respectivas vidas. Así Herminia, la viejecita huérfana de hijo, que en su bendita locura se inventa hijos a los que adoptar, aunque sea visitando hospitales o a través de fotografías apócrifas, para poder mantener viva la llama del hijo que se fue. O ese viejo varado ante el reloj de pared, que habla con él porque imagina que su mujer muerta habita entre sus engranajes detenidos, esperando que su mujer vuelva a la hora que marcan las manecillas inertes, aunque esa hora ya no llegará jamás. O Gregorio, su amigo del hospital, con el que tantas y tantas veces evocaba a Kundera, a propósito de sus respectivos y desgraciados amores; Gregorio, que en sus delirios etílicos no sabe qué curso ha de dar a su vida, si abrir un bufete o volver a ser funcionario de hacienda, aunque no pueda hacer ninguna de las dos cosas porque ni siquiera pasó por la universidad.
Eva María Medina construye esta prodigiosa novela con una prosa escueta, concisa, sin alharacas ni elucubraciones, que huye de la escritura previsible y de falsas erudiciones, pero que es hasta tal punto eficaz que nos mantiene en vilo durante la lectura de esta novela corta pero no menos apasionante, que demuestra a las claras la enorme capacidad de la autora para sumergirnos en los lóbregos pasadizos de la esquizofrenia y para crear en sólo ciento cincuenta páginas la historia entrecruzada de unos personajes de inabarcable y tumultuosa complejidad. Logro que pedimos a Eva María que repita, a ser posible incansablemente, mientras le resten fuerzas, para depararnos en el futuro la oportunidad de seguir disfrutando —de seguir estremeciéndonos— con sus historias, tan personales, tan infrecuentes, tan literatura en estado puro.
Eva María Medina, Relojes muertos. Playa de Ákaba, Madrid, 2015.
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