Calar lo humano: Edith Wharton y la búsqueda de la autenticidad


David Carril.- La obra ensayística de Edith Wharton (1862-1937) nos pone en contacto con una mujer de intereses múltiples, diseñadora, escritora de cuentos y poemas, filántropa y aristócrata, cuya inteligencia combina la profundidad en el análisis y la sencillez en la palabra, así como un gusto irreductible por la alta cultura. Nacida en el seno de una aristocracia neoyorquina, Wharton es testigo de un tiempo cambiante, y ella misma víctima de un proceso que transformará un mundo local y conservador en un globo mundial dominado por el jazz y la radio. Confidente y amiga de Henry James, bisexual y conservadora al mismo tiempo, las preocupaciones de Wharton sobre la literatura van más allá de ella, logrando formular preguntas inquietantes sobre los cambios de un mundo que asiste desolado a una guerra mundial. La función de la crítica ante el autor, las modas de la literatura, los recuerdos de su infancia en la Quinta Avenida o sus consideraciones sobre Proust, son una muestra de la variedad de temas e intereses que recorren Criticar ficción, un volumen que bajo la aparente diversidad de sus temáticas, transmite de forma nítida el pensamiento de Wharton.

Pero no busquemos teorías. En cuanto a la crítica propiamente dicha, Edith Wharton no propone criterios demasiado extraños al sentido común. Tras reconocer el proceso de la crítica como un hecho natural, más allá de las modas cambiantes de la literatura o de la ausencia de crítica correctamente entendida, Wharton la define como un proceso intrínseco al acto creador mismo: en efecto, el escritor buscará siempre a su crítico, pues el escritor tiene necesidad del crítico. La crítica se convierte, pues, en una propiedad básica de la inteligencia del hombre o mujer cultos; todo acto de comunicación -y la escritura lo es por excelencia- requerirá la atención de una subjetividad dispuesta a interpretar -y de forma distinta en cada caso- aquel mensaje que el escritor trata de enviar mediante su obra. Se trata de una forma de fundar legítimamente la función de la crítica, sin necesidad de recurrir a teorías abstrusas. El crítico aparece aquí como el fundamento complementario de un autor sin el cual éste no encontraría sentido a su trabajo. “Una crítica inteligente de cualquier arte presupone una crítica inteligente de la vida en general”. Y tiene razón.

Sin embargo, es en el ensayo titulado "La visibilidad de la ficción" donde encontraremos estas intuiciones desarrolladas en todas sus consecuencias. La tarea del buen escritor radica en la creación de un personaje que no sea mero objeto de sus propias experiencias; la construcción del personaje es paralela a su solidez, a su capacidad para trascender la historia narrativa en la que está inmerso como elemento de la novela, y en saltar desde ahí hacia un lugar en el que pueda dominarla. Se trata de una característica casi intangible que Wharton observa en narradores como Dostoievski y Tolstoi, y que se basa, más que en un criterio objetivo, en esa sensación subjetiva -mas irreductible- que tenemos al leer una buena obra: la de que el sujeto es un sujeto real, creíble, no una mera marioneta, no un personaje de cartón.


Y es que para Wharton eso es lo que falla en los personajes ficticios de escritores como Dickens. Para crear esta solidez, no es preciso adornar al personaje hasta la saciedad con elementos de todo tipo; tampoco se trata de crear esa exuberancia tan característica de la literatura en la época de Wharton, y que ésta tanto critica. El personaje tiene que poseer esa cualidad que toda literatura busca, y que tan difícilmente consigue: la vida. La visibilidad no es, pues, sino esa cualidad de las buenas novelas que hace que los personajes “habiten entre nosotros con entera libertad”, según Wharton. La escritora nos propone el dilema más difícil en literatura: el de enfrentarnos con el objeto final de ella misma y con el espacio que existe entre la literatura y la vida, cuya relación forma el aparato básico de toda escritura.

Nos encontramos en otro ambiente, sin embargo, cuando examinamos con Wharton las tendencias de la literatura en su época. Lo que para Wharton es una consecuencia de la destrucción moral ocasionada por la guerra, es en realidad el germen de una nueva forma de entender el arte y la literatura. Los nuevos novelistas -el “señor Joyce” y la “señora Woolf”, dice despectivamente Wharton- desechan la forma y la construcción formal del personaje. La nueva narrativa desprecia la tradición y cree posible formarse a sí misma desde cero. Estamos frente a la Wharton más conservadora, que prefiere la literatura que se ocupa del análisis de los sentimientos complejos en las individualidades cultas y aristócraticas que de la América profunda, la construcción de los pensamientos conscientes antes que del “flujo de inconsciencia”, falaz por complaciente. Este ensayo quizás sea el mejor documento para comprender el tiempo cambiante en el que vivió Wharton. Sin embargo, sus consejos son sabios: el joven novelista siempre puede aprender de nuestra autora que la tradición no solo no es negativa para su trabajo, sino imprescindible, y que lo diferente no es, por sí solo, una virtud en literatura.

Quizás es más interesante su ensayo sobre la “gran novela” americana. Desde las primeras líneas, Wharton nos advierte de los peligros generados por una sociedad basada casi de forma exclusiva en los adelantos tecnológicos y el bienestar social. El deterioro del lenguaje (“el idioma se ha reducido a un mero instrumento de utilidad”), la superficialidad de las relaciones humanas (“situadas en la benevolencia más insípida”), arruinan la imaginación del artista. América se ha visto obligado a elegir, y ha elegido el teléfono antes que el espíritu. Semejante simpleza espiritual aboca, según Wharton, a una sociedad cuyos criterios estéticos se encuentran forjados por una alabanza inconsciente hacia lo rudimentario, y por un rechazo natural hacia lo complejo. La división del trabajo y la monotonía del nuevo mundo no dan cabida al ocio, que aparece como la condición inevitable del esparcimiento espiritual. La aristocracia intelectual de Wharton queda reflejada en esta máxima de su factura: “Una colonia de hormigas o de abejas nunca creará un Partenón”. La vida serializada de la clase media americana es una amenaza para la imaginación fecunda. Pero no está todo perdido: en este mundo internacionalizado -y he aquí una teórica avant la lettre de la globalización- el escritor sabrá aprovechar las oportunidades, y redimensionar su experiencia en una escritura válida, siguiendo el aserto del Fausto de Goethe cuya máxima era “calar en la vida del hombre”.

Y es que esa búsqueda de la autenticidad en la literatura es el horizonte irrebasable para todo escritor cuyo trabajo intelectual pretenda ser algo más que material de escenografía teatral. Wharton fue ese escritor auténtico y a la vez su crítico implacable.


Edith Wharton, Criticar ficción. Páginas de Espuma, Madrid, 2012, 184 páginas.